Bauzá: el negro pionero
Cuando a
principios de los años 30 del siglo XX, llegó a Nueva York un mulato con su
maleta y sus partituras a cuestas desde La Habana, cargado de sueños y ganas de
triunfar en el mundo de la música, nadie imaginaba quizás ni él mismo, que con
sus ideas innovadoras cambiaría para siempre el curso de la historia del arte
universal. Ese mulato era Mario Bauzá, tenía apenas 19 años, cuatro años antes
ya había visitado la ciudad y se había enamorado del jazz. Un trompetista y
arreglista cubano que aunque parezca un contrasentido, huía de Cuba para no
seguir sintiéndose relegado ni desplazado por su color y es que en la Gran
Antilla, al igual que en la Gran Manzana había racismo, con la diferencia de
que en La Habana no había un Harlem, donde los negros se refugiasen y dejasen
fluir su cultura.
En la Cuba de
los años 40’s la diversión era para los extranjeros, los grandes burdeles, clubes
nocturnos y bares eran el regodeo de los turistas, un turismo explotador del
arte que generaba muchos dividendos a los gobernantes, el mundo fácil, el
derroche y el vicio, de ellos huyó Bauzá hacia los Estados Unidos; él como todo
músico inteligente y sagaz sabía que en Nueva York la cosa no iba a ser fácil,
pero habría más oportunidades. Igual que los negros al llegar a las Américas en
la época de la Colonia traídos como esclavos y en condiciones infrahumanas a
trabajar en los ingenios azucareros, cambiaron el curso de la humanidad pues se
trajeron para este lado del mundo todos sus ritmos, igual Bauzá descendiente de
esos mismos negros, llegó a Nueva York para cambiar para siempre el futuro de
la música.
Bauzá pasó casi
de inmediato a formar parte de las big bands que hacían vida en la ciudad, una
de ellas la de Chik Web quien le fue develando poco a poco el especial
vocabulario del jazz ayudándolo a adaptarse al ritmo swing, el cual hacía
estragos en las salas de baile nuevayorkinas. Por supuesto, el ambiente aún lo
dominaba el jazz y a eso supo adaptarse el cubano, no sin mostrar sus dotes de
buen trompetista en cada una de las oportunidades que se le presentaron,
llegando a ser incluso el director musical de la orquesta. Pero la base
africana en la rítmica que Bauzá se trajo de La Habana seguía rondando en su
cabeza y se propuso crear su propia big band, para ello mandó a buscar a su cuñado
y casi hermano Francisco Raúl Gutiérrez Grillo de Ayala, “Machito”.
Tanga y sus innovaciones
No sería igual
escuchar aquella muralla de sonidos sin la voz de Machito. Tanga es uno de esos
grados de la creación humana que nos repiten cada vez que quieren, que la
música es un lenguaje universal, que derriba cualquier barrera, entre ellas
claramente las idiomáticas y las racistas. Para un grupo de afrocubanos encabezados
por Bauzá y Grillo, desenvolverse en el competido y hostil mundo artístico de
Nueva York ha de haber sido una auténtica proeza; poder imponer los sonidos de
los tambores africanos con los acordes y melodías del jazz vino a resultar con
el pasar de los tiempos, en uno de los matrimonios y combinaciones musicales
más agradables de la historia.
Tanga
personifica como ella sola lo puede hacer, la máxima expresión del ingenio
humano, ambientado en música y en una sala de baile donde hombres y mujeres de
distintas razas olvidan en cada silueta las diferencias de una sociedad como la
norteamericana de aquellos tiempos, aún con prejuicios hasta en el estilo de
música qué bailar. Esta orquesta acabó con eso, fueron muchos los que tuvieron
que doblegarse ante lo magno de la música del Caribe, la cual sonaba novedosa
en los oídos de la gente del norte y retaba los pies de los bailadores. Su
secuencia de sonidos metálicos acaudillados por las trompetas a reventar y los
saxos inquietos sobre una base rítmica con aire místico, salpicada con gracia
por la voz potente y con maña de Machito, logran con Tanga el respeto
definitivo hacia el Caribe y hacia la palabra afrocubano, término que con los
Afrocubans se instituyó y dejó de ser un tabú impronunciable para un grueso de
la población norteamericana.
Uno de los
grandes del jazz, Dizzy Gillespie, se enamoró de la música de Bauzá y Machito.
Fueron reiteradas las ocasiones en las cuales esta deidad del género se sentaba
a detallar y descifrar a su manera lo que hacía la big band de los Afrocubans,
su sola presencia era un reto para Bauzá, quien no tardó en proveer al curioso
trompetista afroamericano (término que prefiero sustituir por el de
afroestadounidense) las mañas y giros de la música de las islas caribeñas,
llegando a recomendarle a un mulato recién llegado de nombre Luciano Pozo
González “Chano”, quien en 1947 llegó a la Gran Manzana buscando suerte y
llevándose entre manos la magia de los toques de tambor que en Cuba habían
causado sensación por su estilo único, original y retador; Chano y Gillespie
formaron a partir de allí y por pocos meses, quizás algo más de un año, un duo
irrepetible que sentó las bases de lo que sería junto con las innovaciones de
Bauzá, lo que marcaría la más interesante época de la música caribeña en el
mundo, la de los años 50’s.
Chano Pozo cayó
asesinado en un bar de Nueva York el 4 de diciembre de 1948, su temperamento
pendenciero lo llevó a un trágico final, con él se fue la chispa de los
rituales africanos que derramaba en sus oscuras manos provistas de un
misticismo único, al punto de irse a otros mundos coincidencialmente el mismo
día en el cual se venera a changó. Pero con él no murió el toque de la conga,
al contrario nació una leyenda que todo percusionista debe seguir como un
ritual.
Los Reyes
El toque de las
tumbadoras no murió con Chano Pozo aquel día de Santa Bárbara, se convirtió en
leyenda, en ir y venir de ideas rítmicas y combinaciones que dieron a este
exótico tambor africano un lugar privilegiado a partir de allí en casi todos
los géneros y aires musicales del mundo entero. Lo mismo ocurrió con las
míticas pailas, las que solo se conocían como tímido acompañante de las
orquestas de charanga cubana o de los salonistas danzonetes “la música clásica
del Caribe”. Si Pozo le dio personalidad y sitial de honor a las tumbadoras, un
adelantado alumno de la academia Juilliard de Nueva York de nombre Ernest
Anthony Puente se lo dio a las pailas. Tito Puente, le dio protagonismo a los
timbales, dejó de mostrarlo como un instrumento de acompañamiento y lo
convirtió a él y a sí mismo en dueños de la escena.
Su paso por
varias orquestas y su coincidente pasantía por la de José Curbelo junto a otro
Tito también venido desde Puerto Rico, le dieron la sapiencia suficiente,
sumado a su necesidad casi eterna de hacerse notar hasta convertirlo en el
hasta hoy día llamado “Rey del Timbal”. Puente cambió para siempre el concepto
de los arreglos del mambo, muchos coinciden en afirmar rotundamente haber sido
el músico que más ha aportado a la música cubana, aún no siendo de la isla;
indudablemente su formación musical en la reconocida academia Juilliard le
dieron las herramientas necesarias para sentar las bases de los más modernos y
atrevidos arreglos que haya conocido la música afrocaribeña.
Mientras eso
ocurría en Nueva York, esto sonaba en México. Ahhhhhhh dilo…!! El grito de
guerra del teatral Dámaso Pérez Prado. Las rápidas secuencias rítmicas y
melódicas que dirigía el “Cara de Foca”, más que una oda a la perfección del
arte, eran una alegoría a lo bufo y teatral, que no deja de ser admirable por
supuesto, tomando en consideración la inteligencia de Pérez Prado, sabiéndose
parte del espectáculo en un país como México, siempre ganado a la comedia y al
arte del cine y la televisión. Para aquellos tiempos Dámaso, el Rey del Mambo
comprendió el negocio y aceleró el ritmo, uniformó de una manera pintoresca y
vistosa a sus músicos y se hizo dueño de la escena, moviendo a la usanza de un
molino quijotesco sus largos brazos y causando un efecto visual y sonoro único
en su estilo. El era el otro Rey, también llegó de Cuba e hizo bailar a miles.
Cuando a algo lo
marca el destino no lo cambia ni el mar bravo, así dice la sabiduría popular,
la misma sabiduría que llevan en los genes estos músicos, la misma que acompañó
desde 1923 (fecha de su nacimiento) a Pablo Ernesto Rodríguez Lozada,
puertorriqueño que ayudado por su hermano Johnny llegó a la ciudad de las
oportunidades a buscar una, y no solo una consiguió, fueron muchas, incluso la
de convertirse en el Rey de la Pachanga y del Bolero; Tito Rodríguez, la
elegancia hecha canción.
Corrían los
tiempos del Palladium, el apéndice del Blen Blen Club, aquel que fue rentado al
principio para hacer matinés dominicales, para cambiarle un poco el ambiente a
las noches de Broadway, la fecha no fue suficiente y hubo que ampliarlas a los
miércoles en la noche, pronto serán todos los días. Allí a esa mítica pista de
baile donde judíos, latinos, nativos y hasta italianos iban a bailar el mambo,
la guaracha, la rumba, el cha cha chá, la pachanga y el bolero, entre otros
ritmos aderezados sabiamente por los Afrocubans de Bauzá y Machito, Tito Puente
y Tito Rodríguez, las rivalidades del Palladium. Allí es donde precisamente
Rodríguez destaca siendo quizás el de menos peso al principio pero el que se
supo reinventar hasta extender su influencia musical hasta inicios de los años
70`s.
Rodríguez era un
galán, su prestancia, educación, elegancia al vestir y sentido de la gerencia
lo llevaron a ser un hombre exitoso al tiempo que un excelente cantante al
frente de una pequeña orquesta apenas dotada con ritmo completo, saxos y
trompetas, en una muy baja cuota si se compara con las reforzadas big bands de
la época. Ya Tito mostraba sus dotes para los negocios (ganaban más dinero él y
sus músicos utilizando menos de la mitad de instrumentos que utilizaba por
ejemplo, Bauzá, haciendo bailar igualmente a miles en la pista del Palladium). El
era el otro Rey y junto a Puente y Pérez Prado son referencia obligada a la
hora de descifrar y comprender porqué veinte años después, unos señores del
mismo Nueva York salpicados por la Gracia Divina de nuevos inmigrantes venidos
del Caribe, dicen haber inventado algo que sencillamente ahora llamamos Salsa.
Y mientras ¿qué ocurría en Cuba?
El gen de la
buena música bailable seguía vigente, aunque ya habían pasado los viejos
tiempos de los años 20`s y la clara influencia del son cubano de Ignacio
Piñeiro. Aun así en Cuba le semilla creció en las noches batistanas, las
orquestas y conjuntos de son no dejaron de formarse y moldear cada uno a su
manera, la mezcla prodigiosa del envidiable sonido caribeño.
La Casino de la
Playa y el único morenito de la agrupación Miguelito Valdez hacían rumba un
poco complaciente pero muy exitosa, sus noches transcurrían en los casinos y
clubes de La Habana; La Aragón de Cienfuegos continuaba sacudiendo los violines
y la flauta de Richard Egües en el formato charanga, manteniendo vigente el
danzón y sacando provecho al nuevo ritmo creado por Enrique Jorrín el cha cha
chá, nombre que le dio a su creación al ver a las parejas arrastrar los pies
emitiendo la onomatopeya con la cual bautizó a este nuevo ritmo;Beny Moré el
Bárbaro del Ritmo salía y entraba de la Isla, era junto a su gran orquesta y
las de Cuní y Chapotín y la del Cieguito Maravilloso Arsenio Rodríguez, lo más
granado del auténtico son cubano, ya extendido hasta los años 50; y por último,
no sin cometer el pecado de dejar de nombrar muchas otras, pero por razones de
importancia queda nombrar a la decana fundada en 1924 con el nombre de la Tuna
Liberal, pero ya devenida en ser considerada la universidad del son, por donde
desfilaban los mejores cantantes cubanos y de otros países también, la Sonora
Matancera dirigida por don Rogelio Martínez y emblematizada en los agudos coros
de Caíto y su delgada silueta tocando las maracas.
Cuba es el
templo de donde fluían los aromas musicales y los ingredientes para esa alquimia
maravillosa que explotaban los otros en Nueva York y convertían con el pasar de
los años en un verdadero negocio que aún hoy en día rinde sus frutos, dinero
para lo cual los productores han sabido trabajar sacando provecho a la fuente
cubana. Pero también la mayor de las Antillas hacía lo propio, el gobierno de
Fulgencio Batista se benefició de la rumba, del derroche, del turismo que
llegaba a la isla en busca de libertad, de sexo, de transnocho y vicio, pero
también de música. Como Estado explotador, el de Batista no fue la excepción,
La Habana era una pequeña Nueva York que a partir de enero de 1959 dejó de ser
tan vistosa.
La llegada de
unos personajes bajados de la sierra, vestidos de verde oliva, armados con
fusiles y a barbas acabaron con la fantasía cubana, el son comenzaría a irse de
Cuba con algunos de sus creadores y ejecutores. Pero no solo el son, con él
partirían en distintos vuelos a otros periplos, la pachanga, el bolero, el cha
cha chá, el guaguancó, la rumba, la guajira, el danzón y muchos otros hermanos,
hijos de la misma madre, Cuba.
El afán de
controlar el arte y esa mezcla de ideas que trastocan la inviable relación
entre la política y el arte, terminaron creando un éxodo de artistas, unos
hacia Nueva York, otros tantos hacia México y unos cuantos que por razones de
ideología, de simpatía, de ignorancia o por escasez de recursos no pudieron
salir de la isla, uno de ellos tercos como pocos, Bartolomé Maximiliano Moré
Gutiérrez se quedó en su isla, donde siguió cantando el mejor son del mundo,
entregado poco a poco a la bebida y a los desafueros que lo llevaron a la
despedida final en 1962.
Nueva York la heredera
La llamada
capital del mundo desde sus inicios a la llegada de colonos británicos siempre
ha sido la ciudad de las oportunidades, de la mezcla de razas, de intereses y
de cultura. Cuando los músicos y artistas cubanos abandonaron la Isla a la
llegada del comunismo encontraron en esta metrópolis una segunda oportunidad,
la mayoría nunca regresó a su amada Cuba pero se hicieron sentir ante la
multicultura nuevayorkina. Los años 50`s y las noches del Palladium fueron el
laboratorio donde se creó el nuevo sonido de la música caribeña, la misma que
se exportó a través de los radios de onda corta, que se comercializó a través
de los discos de acetato y las revistas, y se expandió con notable
consideración a través del milagro de la televisión.
Se fue moldeando
un sonido, fueron naciendo ideas, se fusionaron ritmos y nacieron nuevas
estrellas. Eran tiempos incipientes para figuras que en el futuro serían las
columnas monolíticas donde reposan las grandes obras musicales de los últimos
50 años; Eddie y Charlie Palmieri, Johnny Pacheco, Joe Cuba, Mongo Santamaría,
Ray Barretto fueron los pioneros de ese sonido. Corren los años 60`s y la
Guerra Fría y los sonidos anglosajones y sencillos del rock and roll invaden el
gusto juvenil, esos mismos que en los 40`s eran unos bebés ya en los 60`s
tienen sus propios gustos, les aburre bailar esa música exótica venida de las
islas del Mar Caribe, quieren agrupaciones más pequeñas que canten en su propio
idioma y es así como nuevamente nuestra música caribeña sufre una derrota en
suelo extranjero; el golpe final: la llegada de los Cuatro de Liverpool, The
Beatles, la banda de rock que cambió el curso de la historia para bien de la
música universal.
Como cosa
curiosa, las figuras melódicas de la música caribeña ya comenzaban a ser
incorporadas por las bandas de rock and roll a sus temas, estas pequeñas
agrupaciones de apenas 4 ó 5 integrantes revolucionaban las salas de baile y
hacían desplazar a las big band (quizás uno de los que más tiempo sobrevivió
fue Tito Rodríguez, quien desde el principio utilizó un formato musical
reducido pero con mucho sabor). A Tito le siguió
en el ejemplo José Calderón, quien con el nombre artístico de Joe Cuba y su Sexteto,
a finales de los años cincuenta se fue adelantando a lo que venía y como un
profeta supo que la música anglo ganaba terreno y sin pensarlo mucho incorporó
nuevos arreglos, aparte de coros y giros en spanglish para llegarle a la
juventud. Se puede considerar que el experimento de Joe Cuba sentó las bases de
lo que luego sería un nuevo matrimonio entre lo estadounidense y lo caribeño: el
bogalóo.
Habían pasado
algo más de treinta años desde la llegada de aquel mulato de 19 años llamado
Mario Bauzá, Nueva York no era la misma, una nueva generación marcaba el
destino de los gustos en la música, habían quedado atrás los años de las
grandes orquestas, de las vistosas coreografías, de las salas abarrotadas de
bailadores, eran los años sesenta los que corrían, quizás la década que cambió
la manera de pensar de mucha gente. Pero con la música todo coincide y (como
dice Frankie Rodríguez en la obra maestra Salsa Suite La Raza Latina de la
Orquesta Harlow) “siempre empieza donde termina, en un círculo maravillosamente
infinito”, ella la música es impredecible, infinita y mágica, doblega las
diferencias y redime a los pueblos. Por eso, al principio de estas líneas
coloqué comillas al decirle “estilo” a la Salsa, porque ella en sí no es ni un
género, ni un ritmo, mucho menos un estilo, ella es la mezcla de muchos géneros
y aires musicales, que al igual que el Jazz y el Rock, tres elementos del arte
universal que deben ser estudiados por separados pero que siempre nos llevarán
a la misma conclusión: confluyen los tres en la Música y se alimentan entre
ellos, subsisten y se acompañan.
El Blues es hijo
del Jazz, quien a su vez recibió al Son y a la Guaracha, de ellos nació el mal
llamado jazz latino (que ha de llamarse jazz afrocubano), para luego recibir ya
ellos siendo un conjunto, al Rock. Hace 50 años atrás nadie imaginaba que una
agrupación de rock tendría tumbadoras incluidas, ni que una orquesta de salsa
usaría guitarras eléctricas o batería. El ciclo siempre será a su favor, Rock,
Jazz y Salsa, son eso Música: el lenguaje universal que pueden comprender todos
los pueblos de la tierra.
Texto: Héctor Henríquez.
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